Para esta entrada he rescatado del baúl de los recuerdos un post que escribí hace varios años para un blog que tenía por aquel entonces llamado En una cita. El motivo por el que me apetece compartirlo contigo en esta ocasión, y en especial en Aprendízate, es porque estas líneas son muy especiales para mí.
Hablan de una valiosa conclusión sobre la vida a la que llegué una tarde paseando por Varanasi (Benarés), en mi etapa como mochilera por Asia. Hablan de sobre lo que me repetí hasta la saciedad aquella tarde, como un mantra grabado a fuego en mi mente que repetía sin cesar: «Patri, vive, fluye y relativiza».
Vive, fluye y relativiza
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Espero que lo leas con calma, que saborees sus palabras y que lo disfrutes. Espero que te haga pensar en la gran paradoja de la vida donde un buen día todas las preocupaciones y miedos se irán contigo… y entonces quedará lo que hayas construido con tu vida y con tu ejemplo. Que lo disfrutes.
Vive, fluye y relativiza: las tres lecciones que aprendí en India
Estaba esperando el momento en que se produjese el shock. No hablo de cosas que te sorprenden o que te chocan. Hablo de aquello que va más allá. Y ha sido hoy. Escribo esto a las 19.29 de la noche, en un café, en Varanasi. Porque ha sido hoy cuando he visto el rostro que me ha movido cosas, que lo ha cambiado todo. Los ojos cerrados, la frente tersa, sin arrugas: un rostro en paz. Y de nariz para abajo, simple y llanamente, negro. Como el negro de las brasas, como el de la piel achicharrada. Como el rostro que se va; como la boca, la nariz, los ojos, la frente tersa, que desaparecen.
Y así hasta las 3 horas de media que es lo que tarda en quemarse un cuerpo humano.
¿Cuánto tardan en quemarse los miedos? ¿Y cuánto las experiencias? ¿Cuánto todo lo vivido?
Lo que se inicia con la llegada al mundo y se acaba a rostro descubierto, mientras no lejos del lugar, una cabra orina, un perro se rasca las pulgas, un tendal luce la colada del día, un grupo de viejos juega a las cartas y otros charlan con las manos detrás, al calor de la hoguera, al calor de las vidas que se van. «Patri», me decía a mí misma, «vive, fluye y relativiza».
Tres horas. Así. Sin más. Leña, unos 200 kilos; una mecha; tres horas. Puf.
Había paseado por delante de los ghats crematorios más veces y aunque me había impactado, no me había marcado. Quizás no lo había entendido. Pasé una, dos, tres veces. Pero no lo entendía. Ahora sé que no me hace falta ver más. Ahora lo pillo. Vale. Aha.
Y justo en el día en que me devano los sesos valorando si debo ir antes a Tailandia o a Australia. Son 150 libras arriba o abajo. Pero un cuerpo tarda 3 horas en quemarse. Así de rápido. Así de simple. Así.
Viendo ese rostro chamuscado lo he entendido todo; o quizás no he entendido nada. Quizás cada uno entiende lo que le conviene. Pero lo me he visto ante mis ojos ya no lo necesito volver a ver.
Tres horas. Todos los miedos, toda la existencia, todas las dudas y los pensárselo dos veces. Lo ves… no lo ves. «Patri», me volvía a repetir, «vive, fluye y relativiza».
Tres horas. Todo se acaba en tres horas. Así de rápido. Así de simple. Puf.
Crea algo lindo. Algo que perdure, que sobreviva a la paradoja de las tres horas. Algo que se ría en su cara, y que le sobreviva. Algo que aunque tú te vayas no se pueda quemar. Algo que permanezca. Y relativiza.
Solo tres horas. Así. Sin más. Se va… se va… se ha ido. Puf.